Quisiera decirle algo a la señora Faddoul y de pronto me encuentro frente al inmenso vacío que significan las palabras que, en circunstancias como éstas, carecen de sentido. La página permanece blanca porque el sentimiento de horror es incapaz de llenarla con frases huecas y letras hilvanadas para cubrir un espacio. Sólo me resta pedirle perdón como una más de los 24 millones de venezolanos que hoy nos sentimos culpables por ese espanto inenarrable que está viviendo.
Todos somos culpables por su dolor como lo somos también por el de esas centenares de madres de muchachos muertos en “enfrentamientos”, en riñas callejeras, por balas perdidas; somos responsables de la tristeza y la impotencia que deben sentir las viudas y los hijos de las decenas de campesinos asesinados en sus tierras, sólo porque han querido hacer justicia en el mundo desigual en que vivimos; somos cómplices también del crimen que se comete cada vez que se secuestra a alguien o se viola a una joven.
Lo somos porque esas cosas suceden todos los días sin que seamos capaces de ver lo que nos acontece, desde una óptica despojada de egoísmos y centrada en el bien de todos.
Mal puede una sociedad enfocada exclusivamente en el bienestar económico, en la competencia, en poseer más que en ser, en acumular riquezas, en medir el éxito en función de la marca del carro y del precio del apartamento, o la popularidad sobre la base del modelo de celular que se posea, mal puede esa sociedad, repito, engendrar nobleza.
Todo aquel que se sienta incapaz de igualar al otro en la cantidad de pertenencias que posee es fácil víctima del afán por hacerse del desgraciado dinero, por la vía que sea. Cuando un joven fue asesinado en un cerro por otro que quería ponerse sus vistosos zapatos, ha debido prenderse la alarma de la sociedad sobre el grado de descomposición a que había llegado.
Eso sucedió hace muchos años y desde entonces son miles los pares de zapatos que han cambiado de dueño en medio de un charco de sangre.
Le pasamos al lado, con indiferencia y desprecio, al indigente que mendiga en las calles, y nos horrorizamos porque las urbanizaciones se están llenando de “marginales”, pero somos incapaces de reconocer la enorme injusticia que subyace tras esas circunstancias. La solidaridad ha quedado como artículo de exposición para las pantallas de televisión, tan ávidas de escándalos, tan deseosas de hechos sangrientos y tan descaradamente complacidas cuando las desgracias suceden, porque alimentan su audiencia.
Los cuerpos policiales están minados de criminales, en Caracas, en Aragua, en Guárico, en Portuguesa, por mencionar sólo los Estados más notorios donde han sucedido los crímenes más recientes. Pero esos policías matones, asesinos, corruptos, no son distintos de los empresarios que contratan sicarios para saldar cuentas personales o políticas, ni tampoco lo son de los “ilustrados” habitantes de una lujosa urbanización caraqueña que sitiaron una embajada y la querían quemar con sus habitantes adentro, niños entre ellos. El odio y la degradación moral se ha expandido entre esta sociedad. La tiene podrida. Va siendo hora de que asumamos, todos, nuestra inmensa responsabilidad en ello. De lo contrario, terminará por consumirnos.
Todos somos culpables por su dolor como lo somos también por el de esas centenares de madres de muchachos muertos en “enfrentamientos”, en riñas callejeras, por balas perdidas; somos responsables de la tristeza y la impotencia que deben sentir las viudas y los hijos de las decenas de campesinos asesinados en sus tierras, sólo porque han querido hacer justicia en el mundo desigual en que vivimos; somos cómplices también del crimen que se comete cada vez que se secuestra a alguien o se viola a una joven.
Lo somos porque esas cosas suceden todos los días sin que seamos capaces de ver lo que nos acontece, desde una óptica despojada de egoísmos y centrada en el bien de todos.
Mal puede una sociedad enfocada exclusivamente en el bienestar económico, en la competencia, en poseer más que en ser, en acumular riquezas, en medir el éxito en función de la marca del carro y del precio del apartamento, o la popularidad sobre la base del modelo de celular que se posea, mal puede esa sociedad, repito, engendrar nobleza.
Todo aquel que se sienta incapaz de igualar al otro en la cantidad de pertenencias que posee es fácil víctima del afán por hacerse del desgraciado dinero, por la vía que sea. Cuando un joven fue asesinado en un cerro por otro que quería ponerse sus vistosos zapatos, ha debido prenderse la alarma de la sociedad sobre el grado de descomposición a que había llegado.
Eso sucedió hace muchos años y desde entonces son miles los pares de zapatos que han cambiado de dueño en medio de un charco de sangre.
Le pasamos al lado, con indiferencia y desprecio, al indigente que mendiga en las calles, y nos horrorizamos porque las urbanizaciones se están llenando de “marginales”, pero somos incapaces de reconocer la enorme injusticia que subyace tras esas circunstancias. La solidaridad ha quedado como artículo de exposición para las pantallas de televisión, tan ávidas de escándalos, tan deseosas de hechos sangrientos y tan descaradamente complacidas cuando las desgracias suceden, porque alimentan su audiencia.
Los cuerpos policiales están minados de criminales, en Caracas, en Aragua, en Guárico, en Portuguesa, por mencionar sólo los Estados más notorios donde han sucedido los crímenes más recientes. Pero esos policías matones, asesinos, corruptos, no son distintos de los empresarios que contratan sicarios para saldar cuentas personales o políticas, ni tampoco lo son de los “ilustrados” habitantes de una lujosa urbanización caraqueña que sitiaron una embajada y la querían quemar con sus habitantes adentro, niños entre ellos. El odio y la degradación moral se ha expandido entre esta sociedad. La tiene podrida. Va siendo hora de que asumamos, todos, nuestra inmensa responsabilidad en ello. De lo contrario, terminará por consumirnos.
Mariadela Linares mlinar2004@yahoo.es
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