(Artículo publicado originalmente en Todosadentro del 15-04-0)
Tengo un par de amigos que son, por vocación y formación, defensores de los derechos humanos. En días como los que corren procuro no verlos, no hablarles por teléfono, no comunicarme con ellos ni siquiera por messenger. Es la mejor manera de evitar la sensación lacerante que deja pelear con los panas. Y es que –debo confesarlo- cuando oigo a alguien abogando por los “derechos humanos” de los responsables de crímenes horrendos, me vuelvo troglodita.
Sí, ya sé lo que dice el librito azul, ya sé que la revolución es pacífica y democrática, ya sé que la delincuencia tiene su origen en profundas causas estructurales, ya sé, ya sé. Pero ni aún sabiéndolo se me quitan las ganas de decir que no, que esa clase de asesinos no tiene derecho alguno. Y por eso, cuando me encuentro con los panas DDHH, invariablemente terminó discutiendo con ellos y, lo peor, sintiéndome mal, porque sé que al final del camino, ellos tienen razón.
Recuerdo a finales de 1999, cuando los saqueadores le dieron otra vuelta de tuerca a la tragedia de Vargas y la periodista Vanessa Davies denunció que agentes de la Disip habían desaparecido a varios de ellos. Fue tal la fuerza de su denuncia que hasta el propio presidente Chávez terminó visitando a los familiares y consolando a las madres, porque una peculiaridad de estos sujetos es que tienen madres que los quieren mucho. Esa vez pelee con mis amigos. Les dije que el delito de asaltar ruinas después de una tragedia natural me parecía uno de los más perversos que puedan caber en la imaginación humana, que el saqueador (muchas veces también violador) actúa con premeditación, alevosía, ventaja, nocturnidad y motivos fútiles, es decir, con todos los agravantes posibles. Pero a ellos nadie los sacaba de su punto: el debido proceso, el derecho a la defensa y la presunción de inocencia.
Con el tiempo terminé aceptando que la posición de ellos –y la de Vanessa- era la adecuada, la democrática, la justa, la revolucionaria, sobre todo después de imaginar los desmanes que aquella Disip pudo haber cometido si en esa temprana ocasión no se le hubiese puesto coto.
Ahora ha ocurrido de nuevo. El país entero ha sido sacudido por una bestialidad injustificable, el secuestro de un adolescente y dos niños -uno de ellos minusválido- y de un trabajador; y luego el asesinato de todos ellos, a sangre fría, por la espalda, a la cabeza, sin piedad.
Tras el remezón del suceso, han comenzado las detenciones de los implicados. Y por ahí vienen los defensores de los DDHH a cuidar que siempre se les llame presuntos, que no se les vean las caras en las fotos, que no se les meta en una mala cárcel y que el juez les otorgue algún beneficio procesal.
Entonces, los llamo dentro de un buen tiempo, amigos DDHH, porque lo que es ahora mismo tengo demasiado bajo el umbral de tolerancia.
Sí, ya sé lo que dice el librito azul, ya sé que la revolución es pacífica y democrática, ya sé que la delincuencia tiene su origen en profundas causas estructurales, ya sé, ya sé. Pero ni aún sabiéndolo se me quitan las ganas de decir que no, que esa clase de asesinos no tiene derecho alguno. Y por eso, cuando me encuentro con los panas DDHH, invariablemente terminó discutiendo con ellos y, lo peor, sintiéndome mal, porque sé que al final del camino, ellos tienen razón.
Recuerdo a finales de 1999, cuando los saqueadores le dieron otra vuelta de tuerca a la tragedia de Vargas y la periodista Vanessa Davies denunció que agentes de la Disip habían desaparecido a varios de ellos. Fue tal la fuerza de su denuncia que hasta el propio presidente Chávez terminó visitando a los familiares y consolando a las madres, porque una peculiaridad de estos sujetos es que tienen madres que los quieren mucho. Esa vez pelee con mis amigos. Les dije que el delito de asaltar ruinas después de una tragedia natural me parecía uno de los más perversos que puedan caber en la imaginación humana, que el saqueador (muchas veces también violador) actúa con premeditación, alevosía, ventaja, nocturnidad y motivos fútiles, es decir, con todos los agravantes posibles. Pero a ellos nadie los sacaba de su punto: el debido proceso, el derecho a la defensa y la presunción de inocencia.
Con el tiempo terminé aceptando que la posición de ellos –y la de Vanessa- era la adecuada, la democrática, la justa, la revolucionaria, sobre todo después de imaginar los desmanes que aquella Disip pudo haber cometido si en esa temprana ocasión no se le hubiese puesto coto.
Ahora ha ocurrido de nuevo. El país entero ha sido sacudido por una bestialidad injustificable, el secuestro de un adolescente y dos niños -uno de ellos minusválido- y de un trabajador; y luego el asesinato de todos ellos, a sangre fría, por la espalda, a la cabeza, sin piedad.
Tras el remezón del suceso, han comenzado las detenciones de los implicados. Y por ahí vienen los defensores de los DDHH a cuidar que siempre se les llame presuntos, que no se les vean las caras en las fotos, que no se les meta en una mala cárcel y que el juez les otorgue algún beneficio procesal.
Entonces, los llamo dentro de un buen tiempo, amigos DDHH, porque lo que es ahora mismo tengo demasiado bajo el umbral de tolerancia.
José Pilar Torres torrepílar@hotmail.com
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