En este país existe segregación y discriminación hasta para morirse.
Alos muertos de tercera clase, aquellos que vienen del lumpen, marginales, iletrados, desasistidos, no los llora nadie, y sobre su desaparición no existen tapujos que protejan la sensibilidad de sus deudos. Pareciera que los dolientes de esos difuntos no tuvieran sentimientos, porque acerca de ellos se habla y se escribe con verdadero desparpajo.
Las diferencias son tales entre las clases sociales que ya han cruzado al otro mundo, que a los de tercera, cuando ésa es la causa del deceso, se dice simple y llanamente que murió de cáncer, mientras que a los refinados no los ataca ese mal sino que generalmente fallecen “a causa de una larga y penosa enfermedad”. La delicada frase sólo busca no nombrar la soga en la casa del ahorcado, para que la familia no se acuerde que el flagelo ataca a todos por igual, y no tiene ninguna consideración por la estirpe del afectado.
Por su parte, los muertos de segunda pueden apelar a una palanquita en un medio o en la policía para que no se diga si pereció a causa de una sobredosis o de sida. Todo depende. En este nivel, se corre el riesgo de caer en el tratamiento de tercera, si la familia no se apura y busca la ayuda necesaria para preservar la dignidad del fallecido.
Los muertos de tercera generalmente los recogen del piso, después de muchas horas de espera por un forense, y de todas formas van a parar a la morgue, donde los dolientes tienen que vivir una segunda agonía después del fallecimiento.
Muy difícil es, por el contrario, que uno de primera vaya a ese depósito de cadáveres, y si le toca en suerte, o en mala suerte, será seguro por un ratico.
Por los muertos de tercera no se generan crisis institucionales, ni se hacen grandes marchas y, si acaso, la noticia no pasa de segundo día. Los campos venezolanos están “sembrados” de difuntos así, fallecidos no precisamente de causas naturales. Para los de primera, por el contrario, se exige un trato preferencial, se demanda una dignidad que el muerto no tuvo en vida y, para colmo, se pretende que nos quedemos callados, con toda la farsa de por medio. Qué bríos.
Alos muertos de tercera clase, aquellos que vienen del lumpen, marginales, iletrados, desasistidos, no los llora nadie, y sobre su desaparición no existen tapujos que protejan la sensibilidad de sus deudos. Pareciera que los dolientes de esos difuntos no tuvieran sentimientos, porque acerca de ellos se habla y se escribe con verdadero desparpajo.
Las diferencias son tales entre las clases sociales que ya han cruzado al otro mundo, que a los de tercera, cuando ésa es la causa del deceso, se dice simple y llanamente que murió de cáncer, mientras que a los refinados no los ataca ese mal sino que generalmente fallecen “a causa de una larga y penosa enfermedad”. La delicada frase sólo busca no nombrar la soga en la casa del ahorcado, para que la familia no se acuerde que el flagelo ataca a todos por igual, y no tiene ninguna consideración por la estirpe del afectado.
Por su parte, los muertos de segunda pueden apelar a una palanquita en un medio o en la policía para que no se diga si pereció a causa de una sobredosis o de sida. Todo depende. En este nivel, se corre el riesgo de caer en el tratamiento de tercera, si la familia no se apura y busca la ayuda necesaria para preservar la dignidad del fallecido.
Los muertos de tercera generalmente los recogen del piso, después de muchas horas de espera por un forense, y de todas formas van a parar a la morgue, donde los dolientes tienen que vivir una segunda agonía después del fallecimiento.
Muy difícil es, por el contrario, que uno de primera vaya a ese depósito de cadáveres, y si le toca en suerte, o en mala suerte, será seguro por un ratico.
Por los muertos de tercera no se generan crisis institucionales, ni se hacen grandes marchas y, si acaso, la noticia no pasa de segundo día. Los campos venezolanos están “sembrados” de difuntos así, fallecidos no precisamente de causas naturales. Para los de primera, por el contrario, se exige un trato preferencial, se demanda una dignidad que el muerto no tuvo en vida y, para colmo, se pretende que nos quedemos callados, con toda la farsa de por medio. Qué bríos.
Isaías: ¡no renuncie!
Mariadela Linares. mlinar2004@yahoo.es
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