(Artículo originalmente publicado en Todosadentro, sábado 18 de marzo de 2006)
Comprendo perfectamente la rabia de los opositores por el cambio de la bandera. Ellos habían logrado convertirla durante un tiempo en una parte del kit de protesta del perfecto escuálido, junto a la cacerola, el pito, el frasquito de vinagre y el minitelevisor para ver –y dejarse ver en- Globovisión.
Disfrazarse de tricolor patrio fue una de sus actividades favoritas en la época de esas grandes superproducciones con miles de extras en pantalla, que fueron las marchas de la “sociedad civil”.
Un patriotismo difuso y poco creíble les permitió a los jefes de la conspiración engatusar a mucha gente incauta. Ahora apenas unos pocos cacerolean, pitan y marchan y, para colmo, el pueblo bolivariano ha retomado su enseña. Por eso es que los disociados patalean y chillan.
La historia reciente es suficiente causa para estar molestos. Cada vez que van por lana, salen trasquilados. Con el contragolpe militar y popular del 13 de abril, el presidente Chávez retomó el control de la Fuerza Armada. Con el fracaso del paro de diciembre de 2002 y enero de 2003, asumió por primera vez el mando de Petróleos de Venezuela. Con la victoria en el referéndum de 2004, logró que los organismos internacionales admitieran –aunque fuese a regañadientes- que es el gobernante legítimo de Venezuela. Ahora, con la reforma de los símbolos patrios, ha rescatado la bandera como emblema revolucionario y bolivariano.
Originalmente, el pabellón nacional pasó a ser el símbolo de un renacer nacional luego del 4 de febrero de 1992, gracias al brazalete que llevaban los oficiales y soldados alzados en armas en aquella fecha. Junto al furor por los comandantes rebeldes se desató la banderamanía. Por primera vez en muchos años, los venezolanos exhibían con orgullo su estandarte nacional en las prendas de vestir y los automóviles.
A principios de los 2000, gracias a una de las operaciones de manipulación más gigantescas y despiadadas de la historia humana, se transformó la bandera en símbolo de la resistencia a los cambios y de la derecha golpista. Aún está fresco en la memoria colectiva el recuerdo de los militares traidores de Altamira firmando autógrafos sobre el tricolor.
Las bochornosas escenas del pasado domingo, protagonizadas por seres ahítos de odio y rencor, aferrándose a la bandera de siete estrellas y mutilando o pisoteando la nueva, es el reflejo de la frustración de un mago al que ya no le salen los conejos de la chistera. La bandera renovada no es sinónimo de pito, ni de cacerola. Y sólo rompiéndola o pisoteándola pueden, con ella, dejarse ver en Globovisión.
Disfrazarse de tricolor patrio fue una de sus actividades favoritas en la época de esas grandes superproducciones con miles de extras en pantalla, que fueron las marchas de la “sociedad civil”.
Un patriotismo difuso y poco creíble les permitió a los jefes de la conspiración engatusar a mucha gente incauta. Ahora apenas unos pocos cacerolean, pitan y marchan y, para colmo, el pueblo bolivariano ha retomado su enseña. Por eso es que los disociados patalean y chillan.
La historia reciente es suficiente causa para estar molestos. Cada vez que van por lana, salen trasquilados. Con el contragolpe militar y popular del 13 de abril, el presidente Chávez retomó el control de la Fuerza Armada. Con el fracaso del paro de diciembre de 2002 y enero de 2003, asumió por primera vez el mando de Petróleos de Venezuela. Con la victoria en el referéndum de 2004, logró que los organismos internacionales admitieran –aunque fuese a regañadientes- que es el gobernante legítimo de Venezuela. Ahora, con la reforma de los símbolos patrios, ha rescatado la bandera como emblema revolucionario y bolivariano.
Originalmente, el pabellón nacional pasó a ser el símbolo de un renacer nacional luego del 4 de febrero de 1992, gracias al brazalete que llevaban los oficiales y soldados alzados en armas en aquella fecha. Junto al furor por los comandantes rebeldes se desató la banderamanía. Por primera vez en muchos años, los venezolanos exhibían con orgullo su estandarte nacional en las prendas de vestir y los automóviles.
A principios de los 2000, gracias a una de las operaciones de manipulación más gigantescas y despiadadas de la historia humana, se transformó la bandera en símbolo de la resistencia a los cambios y de la derecha golpista. Aún está fresco en la memoria colectiva el recuerdo de los militares traidores de Altamira firmando autógrafos sobre el tricolor.
Las bochornosas escenas del pasado domingo, protagonizadas por seres ahítos de odio y rencor, aferrándose a la bandera de siete estrellas y mutilando o pisoteando la nueva, es el reflejo de la frustración de un mago al que ya no le salen los conejos de la chistera. La bandera renovada no es sinónimo de pito, ni de cacerola. Y sólo rompiéndola o pisoteándola pueden, con ella, dejarse ver en Globovisión.
José Pilar Torres torrepilar@hotmail.com
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