Zurcido invisible
Quedan pocos sitios que presten un servicio como el nuestro. Quedan muy pocos, yo en realidad no conozco otro. Nadie remienda, nadie conserva; nada dura tampoco.
Hay que decirlo. Pero aún tenemos trabajo: las vestiduras del poder deben resistir, las piezas únicas, los mantos, los encajes de Venecia y una que otra irrepetible mantelería.
Nosotras no estamos mecanizadas, mucho menos computarizadas.
Estamos en Caracas y nos basta con una aguja 0,001, un hilo de la misma tela (que desprenderemos del ruedo o de alguna costura) y un bombillo o un huevo de madera donde estirar el tejido y reponer, hilo a hilo, la prenda desgarrada. Somos las únicas que hacemos un zurcido invisible de verdad.
Nos enseñó la abuela en su lucha inmensa contra los años que se metían en el armario, en la cómoda, en los baúles, a pesar de la naftalina, de las bolsitas con perfume y extracto de no sé qué aceite para apartar y evitar el humo amarillo de ese aliento sobre las piezas blancas y l o s v e l o s translúcidos y los guantes y los trajes también blancos. De tal modo y rutinaria fue la tarea que aprendimos a zurcir sin dificultad servilletas, prendas íntimas, y blusas de organdí, veletas rotas, bordados, medias y cortinas ajadas (arrancadas en un ataque de furia), manchadas de sangre o llenas de tierra. Éramos discretas.
El verano pasado zurcimos una capa antiquísima y propiamente púrpura. Era del Cardenal.
Nos honraba el trabajo y no comentábamos nada, pero secretamente nos preguntábamos cómo (?) un siervo de la Iglesia (y ni tan siervo, Cardenal) se rasgaba las vestiduras (la capa en este caso) cual si fuera judío... Quién sabe...
Nos absorbió el trabajo. Era urgente. Restituimos, sin devaneos teleológicos, el intrincado bordado del emblema de su Santidad, en finísimo oro. Remendamos, restauramos.
Aquí no ha pasado nada. No hubo riña en el jardín del arzobispado, no se le resistió el muchacho.
“Unas gotitas blancas en sus zapatos, su Santidad, ¿qué pueden significar? Nada.
Aquí, no ha pasado nada”. Ego te absolvo in nomine pater, filius et spiritus sanctus.
Hay que decirlo. Pero aún tenemos trabajo: las vestiduras del poder deben resistir, las piezas únicas, los mantos, los encajes de Venecia y una que otra irrepetible mantelería.
Nosotras no estamos mecanizadas, mucho menos computarizadas.
Estamos en Caracas y nos basta con una aguja 0,001, un hilo de la misma tela (que desprenderemos del ruedo o de alguna costura) y un bombillo o un huevo de madera donde estirar el tejido y reponer, hilo a hilo, la prenda desgarrada. Somos las únicas que hacemos un zurcido invisible de verdad.
Nos enseñó la abuela en su lucha inmensa contra los años que se metían en el armario, en la cómoda, en los baúles, a pesar de la naftalina, de las bolsitas con perfume y extracto de no sé qué aceite para apartar y evitar el humo amarillo de ese aliento sobre las piezas blancas y l o s v e l o s translúcidos y los guantes y los trajes también blancos. De tal modo y rutinaria fue la tarea que aprendimos a zurcir sin dificultad servilletas, prendas íntimas, y blusas de organdí, veletas rotas, bordados, medias y cortinas ajadas (arrancadas en un ataque de furia), manchadas de sangre o llenas de tierra. Éramos discretas.
El verano pasado zurcimos una capa antiquísima y propiamente púrpura. Era del Cardenal.
Nos honraba el trabajo y no comentábamos nada, pero secretamente nos preguntábamos cómo (?) un siervo de la Iglesia (y ni tan siervo, Cardenal) se rasgaba las vestiduras (la capa en este caso) cual si fuera judío... Quién sabe...
Nos absorbió el trabajo. Era urgente. Restituimos, sin devaneos teleológicos, el intrincado bordado del emblema de su Santidad, en finísimo oro. Remendamos, restauramos.
Aquí no ha pasado nada. No hubo riña en el jardín del arzobispado, no se le resistió el muchacho.
“Unas gotitas blancas en sus zapatos, su Santidad, ¿qué pueden significar? Nada.
Aquí, no ha pasado nada”. Ego te absolvo in nomine pater, filius et spiritus sanctus.
Stefania Mosca
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