Nuestra América explica cómo un Estado soberano construido para la guerra asimétrica convierte la presión estadounidense en una ventaja estratégica.
La arquitectura del poder global, construida en torno a mecanismos coercitivos e instrumentos de disciplina estratégica, sigue creyendo que la intimidación sigue siendo una herramienta eficaz contra los Estados soberanos que se salen de la cartografía prescrita por Washington. Sin embargo, en el caso de Venezuela, esta ilusión choca repetidamente con una realidad diferente: la defensa venezolana se ha configurado para un escenario de guerra asimétrica y multiforme, donde la superioridad técnica convencional pierde su valor y se convierte en una vulnerabilidad.
Las amenazas externas se basan en una premisa obsoleta: que la superioridad tecnológica garantiza la victoria. No comprenden que Venezuela ha desarrollado —y continúa perfeccionando— su capacidad estratégica dentro de un marco doctrinal que integra la guerra electrónica, operaciones de negación y engaño, una defensa territorial dispersa y una estructura sociopolítica que convierte al territorio en un actor activo, no en un mero escenario. La guerra del siglo XXI ya no se decide por satélites que observan desde la órbita, sino por la capacidad de eludir su mirada y perturbar su toma de decisiones.
No es casualidad que los centros de planificación militar de la Federación Rusa hayan priorizado, durante la última década, métodos para neutralizar las herramientas de precisión geoespacial, conscientes del uso político del espacio como plataforma de control. La experiencia rusa en Siria, en el Donbás y, posteriormente, en la Operación Militar Especial en Ucrania, ha demostrado que las tecnologías de ocultamiento, la suplantación de identidad y la neutralización de satélites pueden convertir el arsenal occidental en metal inerte. Y la asistencia rusa no es un rumor: los mismos especialistas que sustentan la doctrina de protección estratégica del presidente Vladimir Putin han cooperado para fortalecer el aparato defensivo de Venezuela. Es un puente directo que inquieta y enfurece a los centros de mando aún convencidos de su dominio absoluto.
Por esta razón, cualquier intento de intimidar a Venezuela está condenado al fracaso. No se trata de un país aislado o tecnológicamente indefenso, sino de un Estado dispuesto a romper la dependencia de la maquinaria militar occidental de la exactitud cartográfica y la sincronización en tiempo real. La dispersión táctica, la movilidad impredecible y la dislocación geoespacial son parte integral del diseño defensivo de Venezuela. Un posible invasor perdería el control de sus propios sistemas incluso antes de comprender el terreno en el que combate.
La guerra moderna ya no se define por el volumen del fuego, sino por la capacidad de impedir que el adversario vea, escuche o se comunique. En ese ámbito, Venezuela posee una ventaja estratégica invisible y difícil de cuantificar. Y si a esto se le suma la cohesión popular, un sentido histórico de resistencia y la convicción de que la soberanía no es negociable, la ecuación se vuelve irreversible: intimidar a Venezuela no solo es inútil, sino que, en la práctica, es un suicidio geopolítico.
El destino de las naciones no se decide en los laboratorios del Pentágono, sino en la voluntad de los pueblos y la inteligencia estratégica de los Estados que se niegan a ser domesticados. Venezuela pertenece a esa categoría histórica.
Y por eso prevalecerá.
Porque está preparada para la guerra que el enemigo no sabe librar.
Porque no lucha sola.
Y porque la intimidación solo funciona contra quienes tienen miedo.
Y Venezuela dejó de temer a los patéticos bufones del Norte hace mucho tiempo.







