El pueblo estaba ocupado. Las tiendas, cerradas. Las oficinas de la seguridad social habían sido bombardeadas, y su propio hogar estaba en ruinas. José no tenía trabajo. Nadie tenía dinero para contratar a un carpintero. Y, aunque lo hubieran tenido, la ocupación no les permitía construir nuevos edificios, ni reparar los que ya había, ni siquiera comprar materiales de construcción.
María salió al amanecer y el aire helado le raspó el rostro. Se tapó el cuello y las mejillas con un pañuelo. Se dirigió al pozo y llenó el caldero de agua. Le costaba inclinarse porque su enorme barriga se interponía. Había sentido contracciones durante toda la noche y sabía que era casi la hora. Habían intentado encontrar un lugar donde quedarse, pero sus parientes vivían en la siguiente ciudad, llamada Belén. Las carreteras principales estaban bloqueadas por tanques, vehículos armados, y soldados con fusiles automáticos.
José se lavó la cara y ayudó a María a recostarse sobre la manta que cubría el sucio suelo de la improvisada tienda. Pasó su mano callosa por su pelo y le dio una palmadita amable sobre el vientre. María sonrió pese a no sentirse bien. Era solamente una muchacha, una adolescente veinte años menor que el barbudo José.
"He hablado con Sami, el pastor. Me ha prometido llevarnos hasta Belén esta noche por caminos secundarios". José empaquetó sus escasas pertenencias. A medianoche María montó sobre el burro mientras José cargaba con lo que tenían.
Sami abría el camino. Mientras subían por el camino rocoso, cada sacudida hacía que un dolor agudo recorriera los muslos y el vientre de María. Cuando ya se aproximaban a Belén vieron una luz brillante que barría las afueras de la ciudad. Sami señaló una valla que rodeaba el perímetro de la ciudad. "Hay un espacio entre la valla y las rocas. Podéis cruzar por ahí, pero tendréis que abandonar el burro".
José miró suspicazmente a Sami. "¿Dejar el burro? ¡Nunca!" A Sami le ofendió el tono de sospecha de José. "Entonces, tendréis que cruzar a través del control israelí. Ahora tengo que dejaros. Que Dios os acompañe".
José miró hacia arriba. María dormitaba. José guió el burro montaña abajo hacia la carretera principal. La luz brillante les cegaba. Una voz dura y estentórea resonó a través de un altavoz.
"¡Alto o dispararemos! ¡Ahora!"
"Bajen del burro, arrojen su bolsa al otro lado de la vía, y levanten las manos. ¡Ahora, o disparo!", ladró la misma voz oculta.
José colocó su bolsa en el suelo y ayudó a María a desmontar. María se sentía rara, tenía sueño y estaba terriblemente atemorizada.
"¡Venid aquí con los brazos en alto, especialmente tú, la árabe gorda!"
María, con los brazos colgando en el aire, sintió la urgente necesidad de orinar para aliviar la presión de su vientre.
Cuando uno de los soldados indicó a José que se adelantara, gritando "¡Las manos detrás de la cabeza!", María se sintió muy sola.
Entonces, ordenaron a María que caminara hacia delante, muy despacio. Los soldados tenían el dedo puesto sobre el gatillo de sus USIS, apuntando a su cabeza y a su vientre. "¡Desabróchate el abrigo y levántate el vestido!", gritó una voz sin rostro. Hubo una pausa. María estaba avergonzada. Solamente José la había visto desnuda. Se levantó el vestido.
Un soldado enfocó sus prismáticos sobre el vientre de María. "No hay bomba o está gorda o es solamente un vientre con un niño dentro".
El soldado le pasó los prismáticos a un oficial superior. El oficial miró a través de ellos y gritó, "¡Quítate la combinación, no te hagas la virgen con nosotros!"
María se sentía confusa, y tenía el rostro enrojecido. Se levantó la combinación y la luz del foco flector iluminó su vientre, que colgaba sobre su ropa interior.
"¡Quítatelo todo! ¡Venga, puta árabe, podría esconder algo entre tus piernas, además de la polla de tu marido!"
María deseaba morir mientras se agachaba para quitarse las bragas. El haz de luz iluminó el vello oscuro de su pubis.
"¡Date la vuelta!"
Se volvió.
"¡Ahora, vístete! Y tú, el de la barba ¡levántate!"
Dos soldados se acercaron a José y señalaron hacia María para que caminara hacia delante.
Les interrogaron durante varias horas. De dónde veían, por qué se habían marchado, por qué su casa había sido destruida ¬ "¡Algo habréis hecho!", dijo el oficial israelí -, hacia dónde se dirigían, por qué viajaban de noche y por carreteras secundarias, con quién se iban a alojar, durante cuánto tiempo y sobre todo, cuál era su relación con la Autoridad Palestina, con Hamas, la Jihad, o el FPLP. Cada respuesta, directa y sencilla, provocaba una mueca de sospecha.
María podía sentir las contracciones cada vez con mayor frecuencia. No sentía los pies de frío. José, un carpintero casi sin educación que nunca había pertenecido a ninguna organización y María, que nunca había emitido una opinión política, estaban totalmente confusos.
El oficial plantó su pulgar sobre el vientre de María. "Otro subversivo. Vosotros, los terroristas, criáis como conejos".
María hizo rechinar sus dientes. Sintió que una contracción fuerte recorría todo su cuerpo.
Los oficiales israelíes despachaban entre ellos. "Claramente, son agentes. Vamos a soltarles y que nos lleven ante quienes les han dado órdenes".
El oficial encargado les ordenó continuar su camino.
Era todavía de noche cuando entraron en Belén, y María apenas podía mantenerse sobre la montura a causa de las contracciones. José estaba desorientado. No podía encontrar la calle ni la casa. No había nadie en las calles a causa del toque de queda. El burro olfateó y les condujo a un establo en el que algunas cabras y ovejas dormían sobre la paja. José ayudó a María a descender del burro, y María apoyó la cabeza sobre un haz de paja. El burro empezó a mordisquear la paja.
María estaba de parto y un grito se escapó de entre sus dientes. José ayudó como pudo.
Milagrosamente, el niño nació y empezó a llorar de inmediato. Se encendió una luz, y los propietarios (un matrimonio palestino), salieron. La esposa limpió al bebé y tapó a María con mantas.
La casa estaba llena de familiares que habían huido de Nablus y Ramallah para evitar los misiles israelíes. Aquí, entre los cristianos palestinos de Belén, estarían más seguros.
La noche siguiente, una estrella brilló en el cielo y los Tres Reyes que venían de allende los mares cruzaron los controles israelíes sin ser observados, con la protección del Señor -o eso creían-. Se acercaron al establo en el que estaba el recién nacido, llamado Jesús, y depositaron ante él sus regalos, arrodillándose ante su Salvador, que dormía en una cuna fabricada por José.
De repente, comenzaron a escucharse gritos y el ruido de los fusiles mientras rompían las puertas y los cristales de las ventanas. Un helicóptero se acercó ruidosamente y de pronto hubo una explosión. El establo voló por los aires. Brazos, piernas, cabezas de ovejas y piernas de cabra, torsos humanos y una cabeza de bebé volaron hacia el oscuro cielo aterciopelado.
La radio israelí anunció que tres supuestos terroristas árabes que habían huido de Afganistán habían sido asesinados en un escondite de Belén tras haber cruzado la frontera. El gobierno israelí pidió disculpas en caso de que hubiera habido alguna víctima civil.
Los medios de comunicación en EEUU repitieron la misma historia, al tiempo que Washington felicitaba al gobierno israelí por su papel en la lucha contra el terrorismo internacional.
Jesús había vivido solamente un día.
James Petras