(Artículo publicando originalmente en Todosadentro, 22-07-06)
Nunca pensé que algo así me ocurriría, pero lo confieso: el sábado sentí unos minutos de ternura por los opositores.
Ya me imagino a mis amigos del ala guerrera dudando de mi masculinidad y diciendo antipatiqueces como “¡Aaaaay, se perdió esa cosecha!”. No me importa lo que piensen, idiotas.
Tomé el metro de Agua Salud a Parque Carabobo para ver, en directo, la marcha del tal Comando de la Resistencia, suerte de pabellón de máxima seguridad del manicomio de la oposición.
Llegué cuando ya estaba cerca la manifestación encabezada por ese portento de la honestidad, Antonio Ledezma, a quien los malvados del ultrachavismo llaman “el abuelo Monster” o “el Vámpiro”, así, en esdrújula.
Me acerqué hasta la plaza. Ingenuamente pensé en buscar un buen sitio antes de que se llenara de gente. Pronto comprendí lo innecesario de ese trámite. La marcha ni siquiera llegaba a abarcar las aceras. Era apenas un puñito de gente.
Una camarada se montó sobre uno de los bancos, se colocó la mano a guisa de visera y exclamó teatralmente: “¡Dios mío, no me alcanza la vista, esta marcha se pierde en el horizonte!”. Sus amigos rieron a carcajadas con la cruel ironía.
Un señor, con aspecto europeo y una banderita de fieltro pegada a la camisa, se acercó a preguntarle: “Señora, ¿qué fue lo que dijo?”. Ella repitió su performance y el señor puso cara de esperanza y dijo: “¡Sí, es cierto, vino mucha gente!”.
Fue en ese momento cuando sentí ternura. Me dije a mí mismo: estas personas no son Carmona ni González González. Son compatriotas. Unos humildes, otros respingados; la mayoría víctimas de dosis diarias de odio mediático. De pronto me parecieron valientes. Me recordaron a nuestra vieja y percudida izquierda de los años 70 y 80 nadando contra la corriente. No es fácil saberse una ridícula minoría y dar la cara.
Unos minutos más tarde, como decía aquella canción de Raphael, todo se derrumbó dentro de mí. Se me acercó una dama muy blanca a preguntarme dónde estaba la entrada del metro. Se le notaba a leguas que nunca había hecho turismo de aventura en La Candelaria.
Le indiqué por dónde entrar y se engrinchó. No quería pasar frente a los “náufragos”, los beneficiarios de la Misión Negra Hipólita que hacían cola para recibir un plato de comida. “¿No hay otra entrada?”, preguntó la doña de fina estampa, con un mohín de asco.
“No”, le dije, mintiéndole a propósito porque sí la hay. “A menos que se devuelva por donde vino”.
En ese justo momento –se los juro, guerreros- se me pasó la ternura.
Ya me imagino a mis amigos del ala guerrera dudando de mi masculinidad y diciendo antipatiqueces como “¡Aaaaay, se perdió esa cosecha!”. No me importa lo que piensen, idiotas.
Tomé el metro de Agua Salud a Parque Carabobo para ver, en directo, la marcha del tal Comando de la Resistencia, suerte de pabellón de máxima seguridad del manicomio de la oposición.
Llegué cuando ya estaba cerca la manifestación encabezada por ese portento de la honestidad, Antonio Ledezma, a quien los malvados del ultrachavismo llaman “el abuelo Monster” o “el Vámpiro”, así, en esdrújula.
Me acerqué hasta la plaza. Ingenuamente pensé en buscar un buen sitio antes de que se llenara de gente. Pronto comprendí lo innecesario de ese trámite. La marcha ni siquiera llegaba a abarcar las aceras. Era apenas un puñito de gente.
Una camarada se montó sobre uno de los bancos, se colocó la mano a guisa de visera y exclamó teatralmente: “¡Dios mío, no me alcanza la vista, esta marcha se pierde en el horizonte!”. Sus amigos rieron a carcajadas con la cruel ironía.
Un señor, con aspecto europeo y una banderita de fieltro pegada a la camisa, se acercó a preguntarle: “Señora, ¿qué fue lo que dijo?”. Ella repitió su performance y el señor puso cara de esperanza y dijo: “¡Sí, es cierto, vino mucha gente!”.
Fue en ese momento cuando sentí ternura. Me dije a mí mismo: estas personas no son Carmona ni González González. Son compatriotas. Unos humildes, otros respingados; la mayoría víctimas de dosis diarias de odio mediático. De pronto me parecieron valientes. Me recordaron a nuestra vieja y percudida izquierda de los años 70 y 80 nadando contra la corriente. No es fácil saberse una ridícula minoría y dar la cara.
Unos minutos más tarde, como decía aquella canción de Raphael, todo se derrumbó dentro de mí. Se me acercó una dama muy blanca a preguntarme dónde estaba la entrada del metro. Se le notaba a leguas que nunca había hecho turismo de aventura en La Candelaria.
Le indiqué por dónde entrar y se engrinchó. No quería pasar frente a los “náufragos”, los beneficiarios de la Misión Negra Hipólita que hacían cola para recibir un plato de comida. “¿No hay otra entrada?”, preguntó la doña de fina estampa, con un mohín de asco.
“No”, le dije, mintiéndole a propósito porque sí la hay. “A menos que se devuelva por donde vino”.
En ese justo momento –se los juro, guerreros- se me pasó la ternura.
José Pilar Torres torrepilar@hotmail.com
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