(Artículo originalmente publicado en Todosadentro, del sábado 24 de febrero de 2007)
En El Salvador se ha prendido un lío porque la derecha recalcitrante y ultramontana (como diría aquel señor Henry Ramos Allup ¿se acuerdan de él, el adeco del copete?) quiere designar “hijo meritísimo de la patria” nada menos que a Roberto D’Abuisson, el genocida que dirigía escuadrones de la muerte y, además, fue autor intelectual del vil asesinato de monseñor Arnulfo Romero.
Leí la denuncia hecha por un conglomerado de organizaciones de defensa de los derechos humanos y me sentí obligado a dedicar este rincón opinático al tema, aunque parezca una digresión. A pesar de que puede lucir como un asunto interno de los salvadoreños, no lo es. Se trata de un tema de la dignidad latinoamericana, de una parte de la historia de la perenne lucha entre los pueblos y las patéticas élites que se han abrogado la autoridad en nuestros países.
Los que vivimos nuestros años juveniles en la terrible década de los 80 nos sentimos autorizados a alzarnos contra esta clase de infamias ocurridas en otras latitudes porque sabemos –nadie puede meternos cuentos- que la Venezuela de entonces, reaccionaria y lacaya del Imperio a más no poder, tuvo sus manos hundidas en ese charco de sangre inocente que era por entonces casi toda Centroamérica.
En el caso específico de El Salvador, la Historia no absolverá –y esperamos que Dios tampoco- a la clase política que dirigió Venezuela en esa mala hora. Militares venezolanos formados en la ignominiosa Escuela de las Américas y policías con chapa de cuerpos de seguridad criollos y sueldo de la CIA, fueron cómplices de todas las tropelías cometidas por el gobierno del socialcristiano José Napoleón Duarte y por los matones de D’Abuisson.
Conocidísimos personajes del antichavismo de hoy, que se endilgan el honorable título de “ciudadano”, actuaron allá como sicarios internacionales. Ahora andan por ahí dizque defendiendo los derechos humanos de la sociedad civil ante los ataques del “rrrégimen”. ¡Otra canallada más!
Por fortuna, la Conferencia Episcopal de El Salvador no es como la nuestra y alzó su voz para oponerse, junto a muchos otros sectores sociales, al homenaje que pretendían montar los diputados del partido Arena (fundado por D’Abuisson) en el Parlamento. Al conocer la iniciativa, los socialcristianos pretendieron hacer lo mismo con Duarte. El festín de la ruindad estuvo a punto de llevarse a cabo, pero el escándalo lo ha paralizado transitoriamente.
Los grupos de derechos humanos temen que en cualquier momento se reactive el proceso y los dos criminales de la guerra sucia sean elevados a pedestales honoríficos, en cuyo caso, no sería raro que hasta el vernáculo Matacura sea declarado hijo meritísimo de El Salvador.
Y entonces, como cantó Rubén Blades, entre el grito y la sorpresa, agonizando otra vez, veremos al Cristo de palo pegado a la pared.
José Pilar Torres torrepilar@hotmail.com