Supongo que en las bases de la oposición radical habrá individuos
que, de buena fe, consideren a María Corina Machado una persona que
lucha por la paz. Lo supongo porque sé que de todo hay en la viña
del señor, incluyendo gente de “una ingenuidad rayana en la
pendejería”, como acostumbraba decir el gran profesor Alexis
Márquez Rodríguez, en la Escuela de Comunicación Social de la UCV.
Pero
tengo la sospecha de que hasta los más fervientes partidarios de la
dirigente ultraderechista están convencidos de que ella encarna todo
lo contrario. Es más, no solamente están convencidos, sino que por
eso es que la admiran y la siguen. Si ella, en un giro insólito de
la vida (un milagro de San José Gregorio o un evento cerebral
extraño, como los que resuelve Doctor House), se convirtiera de
repente en una versión femenina de Mahatma Gandhi, ese segmento de
la población terminaría por repudiarla, etiquetarla como otra
alacrana vendida al régimen y apedrearla sin misericordia en las
redes sociales.
En
rigor, si uno se pone a buscar a alguien nacido acá que esté más
lejos que ella de cualquier idea de paz, será difícil encontrarle
rivales, al menos entre la población mentalmente saludable.
Ella
se ha esforzado en acaparar todo el rencor de clase, el odio
político, el afán de revancha violenta de la extrema derecha
venezolana. Por eso, insisto, es que la siguen quienes lo hacen; y
por eso es que la premian las élites mundiales.
Por
supuesto que Machado tiene, dentro del espectro opositor, notables
competidores en eso de acumular malos sentimientos, mala fe y mala
entraña. Pero ella ha alcanzado niveles olímpicos, necesario es
reconocérselo. Lo siento por los otros odiadores odiosos, pero han
sido derrotados sin atenuantes. De pana.
Esos
competidores deben andar ahora más envenenados todavía, por la
corrosiva envidia generada por el Premio Nobel. Para fortuna de
ellos, la calentera la pueden pasar en Madrid, Bogotá y —por
ahora— en Miami.
Pero,
volvamos al tragicómico contrasentido que caracteriza a este sector
del antichavismo rabioso. Los maricorinos y las maricorinas están
requete felices por el premio otorgado a su lideresa, pero no porque
sean pacíficos ni mucho menos pacifistas. Es una de esas paradojas
tan propias del mundo al revés sobre el que ironizaba el gran
Galeano: el Nobel de la Paz es entendido en este trance como el
ariete propagandístico para legitimar una agresión armada que “va
a pasar”. Es un premio a la paz para detonar la guerra y concretar
el viejo sueño de borrar del mapa a todo aquel que huela a
bolivariano. Si usted cree que es una exageración, paséese un rato
por las redes sociales para que constate que los influenciadores,
bots y muchos comentaristas espontáneos están en modo “¿adónde
se van a meter ahora los capitostes del rrrégimen y los comelentejas
con gorgojos?”. ¡Paz y amor, pues!
“¿A
quién se le ocurre?”
Carmen,
mi mamá, solía usar la frase “¿a quién se le ocurre…?” para
señalar los asuntos desprovistos de cualquier lógica. En este caso,
calza muy bien:
¿A
quién se le ocurre que es emblema de la paz una persona que ha
solicitado y aplaudido el bloqueo y las medidas coercitivas
unilaterales que tantas muertes, enfermedades, ruina y migraciones
han causado en todos los niveles socioeconómicos del pueblo?
¿A
quién se le ocurre que está interesada en la paz una señora que
tiene años invocando tratados imperiales caducos y alianzas
militares foráneas para que invadan Venezuela?
¿A
quién se le ocurre que tiene vocación de paz quien ha instigado
disturbios muy cruentos, utilizando jóvenes intoxicados con sus
ideas, convenientemente aliñadas con drogas de diseño, que llevaron
al país al borde de la guerra civil?
¿A
quién se le ocurre que puede ser un ícono de paz alguien que pidió
apoyo al carnicero Netanyahu para una operación militar en Venezuela
y que respalda a tal sujeto en el genocidio de Palestina?
¿A
quién se le ocurre que puede ser amante de la paz una mujer que
comparte ideales con Álvaro Uribe, alias “el Matarife”? (Uno de
los primeros en felicitarla, dicho sea de paso).
¿A
quién se le ocurre que merece un Nobel de la Paz quien ha aplaudido
el secuestro de compatriotas en EEUU, su envío a campos de
concentración en El Salvador y el bombardeo de lanchas,
supuestamente venezolanas en el mar Caribe?
¿A
quién se le ocurre que merece un premio “de la paz” una persona
que ha boicoteado el diálogo y ha estigmatizado a los dirigentes
políticos que se han acogido a ese mecanismo de conciliación
política?
Si
se hace una revisión de la trayectoria de Machado desde que apareció
en la escena política —el 12 de abril de 2002, apoyando el decreto
de tierra arrasada de Pedro Carmona Estanga—, se puede concluir que
ella es contraria a la paz en cualquier plano que se le analice. Su
proceder, su discurso, su imagen y su estilo son pura violencia,
guerra, odio y camorra.
La
compleja cuestión de los no elegidos
Al
margen del debate interno sobre si una delirante belicista merece un
premio como ese, han surgido dos bloques (muy diferentes entre sí)
de cuestionamientos al fallo del comité del Nobel, desde el ángulo
de los no elegidos.
Por
un lado está el despecho rockolero de Donald Trump, quien de un modo
muy propio de él, caricaturesco y repulsivo, había hecho campaña
para que le otorgaran el galardón, argumentando que había acabado
con siete guerras y media, algo nunca visto en la historia de la
humanidad.
Al
jefe de Prensa de la Casa Blanca le tocó el papelón de salir a
exponer los lloriqueos de Trump, quien, luego, respirando por la
herida, se refirió a la ganadora sin dignarse a mencionarla por su
ilustre nombre, a pesar de que ella, tan magnánima, le dedicó su
premio.
Ya
veremos cómo se resuelve este embrollo entre ricachones narcisistas,
del que es mejor, mantenerse a prudente distancia, pero lo que debe
llamar a reflexión y debate de los no elegidos es aquello que está
en el otro extremo de la pataleta de Trump. Me refiero a los genuinos
luchadores por la paz que fueron ignorados por los jueces del Nobel.
Y, con ellos, los genocidios y crisis humanitarias que, con ese
gesto, se pretende borrar; y las situaciones que se quiere inflar
hasta llevarlas a la categoría de conflictos.
Al
premiar a Machado se desvía algo así como 10 mil 500 kilómetros el
foco de atención del holocausto de Gaza para ponerlo en un país que
está en procura de su recuperación integral, muy a pesar de los
afanes de la premiada y del poder imperial estadounidense, sus
aliados, satélites y lacayos.
¿Cuántas
personas han dado la vida o se han sacrificado hasta límites
heroicos para llevar algo de alivio a una región atacada de manera
implacable por una potencia genocida? ¿No son acaso algunas de esas
personas merecedoras del reconocimiento como luchadores por la paz?
¿No es cierto que ha sido Gaza el punto donde la paz ha sido más
vulnerada y pisoteada durante el año correspondiente al premio?
Personal
médico, socorristas, transportistas, periodistas, activistas de
derechos humanos fueron asesinados allí, en violación de todos los
acuerdos internacionales para la regulación de la guerra. Pero,
claro, premiar a alguna de esas personas o grupos habría sido
equivalente a reconocer el genocidio y eso no va a hacerlo un país
de la muy civilizada Europa, continente cómplice de la barbarie.
Mientras
los autores materiales e intelectuales de la invasión y el genocidio
se reparten el botín de las ensangrentadas tierras palestinas, es
conveniente enfilar baterías hacia otro territorio apetecido, como
es la rica y bien ubicada Venezuela, haciendo ver que aquí hay una
crisis política y humanitaria que debe resolverse con la
intervención de las potencias democráticas occidentales. Y para
lograrlo, como cañonazo —qué falta de respeto / que atropello a
la razón—, disparan un Premio Nobel de la Paz.
(ClodovaldoHernández / Laiguana.tv)